miércoles, marzo 9

miércoles, 09 de marzo

Ella viene de un mundo de campos verdes, pájaros, autos deportivos, París, Montecarlo, New York, y dice demodé, okay, Saint-Lorent, ufff ¡qué país!, oh sí, apenas dos o tres mil dólares, o sea, non plus ultra, si vous plaite, y habla como si el mundo entero la escuchara, como si Dios mismo no pudiera vivir sin sus pucheros, su risa de pájaro, sus exclamaciones y su modo de decir c?est la vie.

Él viene de un mundo de alambradas, muros de ladrillo, apartamentos como nichos, calles oscuras, padre borracho, sombra en vez de madre, hermanos como zumbidos, como voraces hormigas, como escorpiones aguardando en las tinieblas; pero ha aprendido los innumerables recursos del sueño y vuela semejante a un ícaro y danza sobre brasas mientras pinta bosques aéreos, catedrales líquidas, llamaradas áureas que luego expone ante la fascinación del público.

Ella, hálito de carne, ninfa iluminada por ascuas de otro tiempo, lo mira y su sonrisa lo atraviesa, su hola lo resquebraja, lo traslada a un mundo extraño, y su perfume, su perfume le recuerda los bálsamos y esencias de un puñado de doncellas atenienses que se agitan desnudas en su memoria o en ninguna parte. Él responde, no responde, balbucea, sonríe, chupa el cigarrillo apagado. Ella piensa: cuadros bonitos, caros, buen futuro. Él la mira y piensa: ojos como pequeñas gacelas verdes bajo un océano dorado húmeda cereza temblando en triángulo prohibido oleaje de senos bajo el caos soledades sin alas cantos muchos cantos secretos tras ese gesto de sacerdotisa de la carne.

Ella lo felicita, se aproxima, lo mira de frente y de súbito se estremece. Sin poder evitarlo, él alarga la mano hasta su hombro escotado y la atrae hacia su pecho y le susurra un torrente de poesía en el oído. Ella siente que el piso se hunde, que uh lalá, que ufff, qué calor ¿no? Él, sátiro encendido, parece danzar desnudo alrededor de hogueras medievales, volar entre la perfumada humareda y en un arrebato le regala un cuadro, su bosque de diamantes, su canto de aguas salvajes, universo alucinado donde salta, gira se ensortija. Ella lo besa en la comisura de los labios, le brillan los ojos, balbucea palabras en una lengua extraña, brinda con él y se va flotando como ninfa ungida en las desfiladeros luminosos.

Por lo menos doce o quince mil dólares en Europa, o quizá veinte mil, dice papi en un arrebato de tasador de Sotheby?s. Papi la mira desde lo alto del oscuro degolladero rápidamente levantado por fantasmas medievales. No, no comprende nada de lo que ella dice musita canta pero huele, siente el peligro y toma la cruz de bronce entre sus manos y masculla un juramento que se esparce como oleaje tenebroso. Papi percibe el creciente aleteo en ese pecho virgen, aquel repentino acantilado que se ha abierto bajo los pies de su única hija y, súbitamente convertido en el rey de un cuento legendario, galopa al anochecer entre las antorchas, sortea borrachos, sátiros, frenéticos, entra en la ciudad maldita, prende fuego a las embarcaciones, arrasa el majestuoso templo y luego jadeante, en un último acto heroico, alzando los ojos al cielo, salva a la princesa, la salva enviándola a un internado de hielo, allá sobre las oscuras laderas de los Alpes, para siempre, hasta nunca jamás.

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